Me desperté
hace horas, o eso creo, pero no tengo fuerzas para abrir los ojos. Me duele
todo y siento la boca seca. Separo lentamente los labios, notando como se
despegan con dificultad. No estoy preparada para abrir los ojos, no solo por el
pegote de rimmel y legañas que los blindan, sino también porque no estoy lista
para ver qué hay al otro lado de mis párpados. Quiero seguir ciega al mundo al
menos unos minutos más.
Cometí
un error y no quiero afrontar las consecuencias ahora mismo, llamadme infantil
si queréis, pero me da igual. No soy la primera ni seré la ultima en hacerlo,
así que juzgadme desde vuestro trono de santos.
Oigo
ruido en el piso de arriba y reúno todas mis fuerzas para levantarme. Soy
consciente enseguida del error que he cometido levantándome de golpe y una
arcada me recuerda la noche de ayer. Corro como puedo hasta el baño y vomito
una mezcla de demasiadas cosas, muchas de las cuales no recuerdo haber tomado
(¿eso de ahí es pizza?). Dentro de lo
posible he tenido algo de suerte, llegué y recordé mis días de juventud, en los
que me escabullía en silencio hasta el sofá del sótano; es el mejor sofá de la
casa diga lo que diga Tom (mi hermano pequeño por 15 minutos) y además tiene un
pequeño cuarto de baño a 7 pasos exactos, contando los 3 necesarios para rodear
el sofá.
Deben
ser las 9 si mi madre está ya con la batidora a tope y mi padre armando jaleo
con las sartenes. Es domingo, día de tortitas. Eso también significa que antes
de y media tiene que estar recogido este
desastre o me caerá una buena. Ya puedo ser una adulta de prácticamente 30
años, pero la mirada de desaprobación de mi madre todavía me apoquina. No es
como esas miradas de decepción o de
furia pura, es un tipo de mirada que te examina de arriba abajo sin
prácticamente recorrerte y te hace sentir que has cometido diez veces más
errores de los reales. Es una mirada que dice “¿qué he hecho mal para que
termines así?¿de quién has recibido esa educación?” y la peor pregunta
implícita que veo en esa mirada es “¿en serio eres mi hija?”. Pensaréis que soy una exagerada, pero si le
tengo tanto respeto a esa mirada es porque la he defraudado demasiadas veces y
la esperanza ya no es algo que pueda mantener conmigo.
Entré
en rehabilitación 2 veces y volví hace una semana para demostrarles que lo
estaba haciendo, estaba saliendo adelante sola. Al verme parecían escépticos,
pero cuando les enseñé mi insignia de 90 días sobria se relajaron y me dijeron
que lo celebraríamos esa misma noche. Una cena íntima, sin mucha gente, solo
los más cercanos. Tenían que celebrar la vuelta de la hija prodiga, la que
había tomado el mal camino pero que ahora se estaba corrigiendo. Tenían que
mostrar al mundo que no habían cometido ningún error conmigo, que podía volver
a encarrilarme. Incluso vi orgullo en sus ojos cuando brindaron por mi con
refrescos. Y todo hubiera seguido perfecto de no ser por ese capullo que entró en
el comedor casi 2 horas más tarde que los demás. Y sonará a excusa, pero ese
capullo es la razón de que ahora mismo esté buscando una forma de adecentarme
en tiempo récord y ventilar el sótano, que solo cuenta de una diminuta
ventanita por donde apenas entra la luz del Sol. Pero es mi única opción, así
que abro todo lo que puedo esta especie de respiradero y me meto en la ducha
rápidamente.
Como
buenos padres de una chica problemática, los míos han desarrollado un sentido
arácnido para detectar cualquier rastro de una resaca en mí y un olfato digno
de los perros antidroga. Y yo como buena hija problemática reincidente
desarrollé mis técnicas de disimulo. Es toda una carrera de ingenios.
Ahora
mismo os importa una mierda cómo intento arreglármelas y os preguntaréis (como
no harán mis padres en cuanto o si me
pillan) porqué he acabado así OTRA VEZ. Y todo, tooooodo, se debe la aparición
de (vamos a llamarlo Mr. D) Mr. D, un ¿hombre?, dejémoslo en exchico, que en su
día era mi compañero más fiel de juergas. Y para ser más exactos diré que en su
momento me gustaba mucho. Muchísimo. Pero dejó de hacerlo cuando por su culpa
entré en mi primera rehabilitación. No es que él me empujara a rehabilitarme,
sino que terminé necesitando ir por él. Durante nuestras noches de juerga él
era el cabecilla, el que encontraba las mejores y más estrambóticas fiestas, el
que conseguía colarnos en discotecas para adultos, el que tenía un maletero tan
repleto de bebidas que nunca tenías un vaso vacío en la mano. Puede que de
momento todo os parezca “normal” (que no debería), pero la cosa se complica.
Una noche, AQUELLA noche, le tocaba a él conducir de vuelta, pero para variar
eludió su responsabilidad. Si hubiera sido una noche como cualquier otra
simplemente habríamos dormido la mona en los asientos del Jeep. Pero no, claro.
El señorito tenía un bautizo a media mañana y no podía esperar. Ahora mismo, y
desde hace tiempo, me arrepiento muchísimo de la decisión que tomé. Si
existieran maquinas del tiempo que me permitieran regresar a ese lugar y tiempo
lo cambiaría todo. Y me importa tres pepinos las paradojas o la destrucción del
presente como lo conocemos, lo cambiaría sin pestañear. Porque como buena
adolescente que cree estar enamorada, muy sugestionable y terriblemente
borracha, escuché las palabras de Mr. D y le hice caso. ¡Claro que podía
conducir yo! No me estaba cayendo por los suelos como el resto y aún no tenía
ninguna multa (hace falta enfatizar que él estaba a un aviso más de perder el
carné), así que era la conductora perfecta. Tomé el volante del Jeep, demasiado
grande para mis manos, y aceleré rumbo al centro. No recuerdo mucho del
trayecto, solo flashes de risas y fragmentos de canciones de las Spice Girls y NSYNC cantadas a todo pulmón. Y luego negro. Y rojo, mucho
rojo. Él me gritaba y yo lloraba. No sé
cómo pero alguien en el asiento de atrás seguía durmiendo. Por primera vez no
le hice caso y llamé a la policía en vez de huir. ESE CAPULLO PRETENDÍA HUIR.
El
resto es prácticamente una leyenda en la ciudad, un cuento de miedo para
asustar a los niños. Seguro que si sois de por aquí alguna retorcida y muy
manipulada versión os habrá llegado. En algunas se cuenta que perseguimos a la
chica como crueles cazadores antes de atropellarla (mentira); otras que la
conductora, o sea yo, no podía ni mantenerme en pie (mentira aunque tampoco
demasiado. Caí arrodillada de tanto llorar, pero la borrachera se me pasó de un
soplo); y en las más extremas me pintan de drogadicta asesina (estas incluyen
la versión de perseguir a una pobre muchacha con un coche 4x4 por la carretera
nocturna). Así que sí, dejé inválida a una chica. Pero fue un accidente, un
terrible, deplorable y muy irresponsable accidente. Nada le devolvería su vida
a Marie, y tampoco nada podía salvar la mía. Me cayó pena por conducción
temeraria, me retiraron el carné y trabajé para la comunidad durante no
suficientes días. El abogado que consiguieron mis padres era mucho mejor del
que merecía, pero aún era su niña, un ser digno de confianza que la había
fastidiado pero que podía repararse.
No todo
fue tan fácil para mí. La culpa me corroía y me fui hundiendo más y más en la
bebida. Él se fue prácticamente de rositas y en menos de una semana ya
pretendía volver a la “rutina”. Ya no quería saber nada más de Mr. D, lo que en
vez de hacerme recapacitar me llevó a buscar más hondo en las botellas. Pasé de
beber a escondidas a hacerlo en el comedor, y con las semanas pasé a beber
también durante el día. Fue entonces
cuando mi madre intentó rehabilitarme. Creía que con cuatro charlas cutres
podría hacer algo, pero mi agujero era mucho mucho más negro, y al poco de intentarlo su
perseverancia se vio absorbida por la fuerza gravitacional de mi interior. Ahí
empezaron las miradas.
El
primer centro estuvo bien. Había piscina, habitaciones individuales, terapia de
grupo diaria e individual cada 3 días. En cuanto salí de allí hice caso a mi
mentor y visité a Marie. Y como es natural no fue como en esas estúpidas
películas de Hollywood donde alguien a quien le has destrozado la vida te dice
que ya está todo olvidado y perdonado, y luego sus padres te invitan a comer y
mandan saludos a los tuyos. No, no fue así. Fue un infierno. Mis padres me
dejaron en la esquina y acordamos que en 1 hora me recogerían. Iba decentemente
vestida, sonriendo como si nunca hubiera roto un plato (consejo de Gary) y con
una caja de bombones en las manos. Toqué cuatro veces, y en cuanto el padre de
Marie abrió supe que no era ni de lejos una buena idea. Reprimí mis ganas de
huir corriendo de ahí y saludé educadamente, evitando fijarme en como el color
de su cara había desaparecido al reconocerme. No tardaron mucho en aparecer Marie
y su madre en el umbral al ver que su padre/marido no volvía. Todo el color que
perdió el señor Marie lo ganó la señora Marie quien empezó a gritarme, tiró los
bombones al suelo y me propinó un puñetazo muy bien dado (gracias clases de
kick boxing del centro comunitario). Con el labio medio partido y la cara
palpitándome de dolor solo distinguí la parte trasera de la silla de ruedas
alejándose por el pasillo. Un par de improperios más tarde sonó un portazo y
arrastré los pies hasta la tienda más cercana. Casi todo el mundo me conocía,
lo que tienen las ciudades pequeñas, y conocían (o creían conocer) mi historia.
Lo bueno o lo malo, depende de cómo se mire, es que mi familia no sufría este
tipo de desprecios, solo yo. Lo que
buscaba en la tienda era algo de hielo para el labio, pero mis ojos se fueron
instintivamente al estante de las bebidas. Después del fracaso en casa de Marie
lo único que quería era encerrarme en el sótano y vaciar botella tras botella,
pero me contuve.
Mis
padres no tardaron demasiado en llegar después de que les pusiera al día por
teléfono, y como buen enfermero mi padre me curó el labio. Parecía más de lo
que era, y en poco rato el dolor emocional superó al físico. Esa misma tarde fui a una reunión de AA y me
sorprendió no ser la más joven ahí. Pero esas citas no duraron mucho en mi
agenda después de recaer con una cerveza al quedar con una ex alumna de mi
instituto, quien se había mudado de nuevo a la ciudad de al lado hacía apenas
dos meses. Me llamó porque quería ver a alguien y tanta inocencia me impidió
contarle mi oscura realidad. Pensé que una cerveza (o dos, para que engañarnos)
no me haría ningún daño, y empecé a quedar con ella una vez a la semana y
después dos veces por semana. Nunca bebíamos más que eso y siempre nos
quedábamos en la terraza del local hablando de cosas banales. Hasta que
preguntó por Marie. Quería su nuevo numero, pues en su antigua casa no la había
podido localizar. Eso me confirmaba dos cosas, era extremadamente inocente e increíblemente
decepcionable. Me di a mi misma un par de días y le dije que intentaría
conseguirle el contacto, sin atreverme a contarle la verdad. Estaba segura que
en cuanto lo supiera ya no volveríamos a vernos.
~To be continued~
Este texto es pura ficción. Yo soy una persona abstemia, así que acepto consejos y correcciones. Y me encantaría saber si os gustaría que siguiera escribiendo más de esta historia (tengo algunas ideas pero acepto sugerencias). Gracias ♥